Con mucha frecuencia se piensa y se habla del duelo como si fuera un proceso estrictamente individual, como si cada uno de nosotros fuera la única persona a la que nos afecta lo sucedido, sin tener ningún tipo de conexión con nadie ni con nada más allá de nosotros mismos.
La pérdida tiene sin duda un profundo significado personal; suele ser una experiencia que nos aísla y tendemos a fijarnos sólo en nuestro propio dolor, aunque es importante recordar que gran parte de esta elaboración tiene que ver con la reafirmación, el fortalecimiento y la ampliación de nuestras conexiones con los demás.
Cuando sufrimos una pérdida importante, se interrumpe el desarrollo esperado de la historia de nuestra vida. Como en una novela que pierde uno de sus personajes principales a mitad de la narración, debemos reescribir los siguientes capítulos para explicar la pérdida de manera coherente y permitir que el argumento siga adelante con los personajes que quedan, introduciendo quizá nuevos personajes a lo largo del camino.
La capacidad para compartir con otras personas los propios sentimientos e historias sobre la pérdida tiene propiedades curativas. Quienes pueden confiar a otros su experiencia presentan mejoras en su salud física y psicológica, van menos al médico, tienen menos signos de estrés y dicen sentirse menos deprimidos y superados por su dolor.
Por eso frente a la pregunta: ¿Deberíamos intentar reprimir nuestro propio sufrimiento para no «cargar» a los demás con el peso de nuestro dolor? La respuesta es: En absoluto.
Para lo cual es importante vernos a nosotros mismos como individuos que forman parte de un sistema de duelo, en lugar de como individuos aislados o familias diferenciadas que se ven afectadas por la pérdida.
Solemos resistirnos a hacerlo por miedo a «no saber qué decir». Incluso cuando nos acercamos a otras personas que están sufriendo, tendemos a hacerlo con la creencia equivocada de que debemos «animarlas» o darles «consejos» sobre lo que tienen que hacer para afrontar mejor la pérdida. Por supuesto, puede haber ocasiones en las que acudan a nosotros con un pedido sencillo, como pasar una tarde relajante charlando sobre cosas irrelevantes o que les ayudemos a solucionar un complejo problema financiero. Pero lo más habitual es que los individuos que han sufrido una pérdida necesiten algo menos tangible pero más importante: la oportunidad de compartir sus sentimientos e historias sin sentir la presión de tener que superar rápidamente su dolor o de tener que encontrar un «remedio rápido» a un problema que no se presta a las soluciones fáciles.
Es comprensible que en ocasiones intentemos simplificar el complejo proceso de consolar a otra persona recurriendo a respuestas típicas como «Sé cómo te sientes», «El tiempo cura todas las heridas» o «Los caminos del Señor son insondables». Este tipo de respuestas suelen hacer más mal que bien. En realidad, no podemos suponer que sabemos cómo se siente la otra persona tras algo tan personal como una pérdida importante, especialmente si no le hemos dado a esa persona la oportunidad de expresar sus sentimientos. Tampoco es cierto que el tiempo cure por sí solo; como ya hemos visto, el duelo es un proceso activo lleno de cambios y la cicatriz de la pérdida acompaña siempre al que está en duelo de una u otra forma.
El dolor no se puede transferir, pero se puede compartir. La forma en que se elabora el duelo depende de la singularidad de la persona, de su relación con el fallecido y de las redes de apoyo con que cuente, pues existe la necesidad de compartir el dolor y recibir muestras de afecto y solidaridad. El apoyo social, emocional y material que se recibe, facilita las tareas a realizar en el proceso de duelo que termina con la aceptación de la nueva realidad y reconstrucción del sentido de vida que amplía la capacidad de establecer nuevos vínculos.